La distancia enciende mis sentimientos y cada día añoro más estar cerca de los míos… Los tengo muy presentes y quizás es por eso que los recuerdos asociados a ellos se me acumulan en la cabeza hasta provocarme sonrisas silenciosas que afloran en mi rostro en cualquier momento del día. ¡Cómo entiendo ahora a esos que hablan de la dulzura de la sonrisa! En concreto muchos de los recuerdos que emocionan mi día a día van asociados a dos figuras que están muy presentes en mi vida, mis yayos.

 Tengo la inmensa suerte no sólo de tenerlos sino además de tenerlos muy cerca y no puedo dejar de gritar a los cuatro vientos que son maravillosos, entrañables, adorables pero, sobre todo, buenas personas. Para mí son los mejores abuelos como también me parecen los mejores padres. Están presentes hoy pero echo la vista atrás y muchos de los mejores momentos de mi vida están vinculados a ellos. Aquellas tardes jugando al cinquillo, los cocidos esperándome después de cada carrera o partido, las historias de mi abuelo sobre sus vivencias, los fines de semana que pasaba en su casa…

 Su casa, ¿qué más podía pedir una niña inquieta? Allí tenía el mejor sitio del mundo para perderme, una casa grande y antigua, con su despensa, los patios con sus higueras, la caseta para los perros y aquellas grandes tinajas en las que, después de la vendimia, mi abuelo aguardaba el tiempo pertinente para que el vino fermentase y después poder degustarlo acompañado de su mítico ritual: Un primer sorbo, unos segundos de espera y su voz diciendo ¡chapó! En esos momentos no había otro vino mejor en España que el suyo, ya fuera un Marqués de Cáceres o un Rivera de Duero, ninguno sabía mejor que el que él pisaba en persona con sus amigos. Después, y siempre con mi yaya acompañándole, llegaba el momento de disfrutarlo en cada comida y cada cena.

Con mis yayos

Con mis yayos

 

De aquella época viene una de esas historias que me acompañará toda mi vida, la del Trugo. Como ya os he comentado todos los fines de semana mis padres nos dejaban en casa de los yayos y Amayita, que es como me han llamado en familia durante muchos años -hasta el nacimiento de mi sobrina Amaya a la que ya os podéis imaginar como denominamos-, no podía ser más feliz. Eran días de aventuras que también se alargaban cuando llegaba la noche. Y es que el momento de irme dormir también era muy especial para mí.

Casi siempre acababa en la cama de mis yayos, dispuesta a pedirle a él que me contará una de sus aventuras en la viña con su perro Sultán y sus dos magníficos pastores alemanes. Como un auténtico rey de la paciencia él cada día se inventaba una historia distinta que yo disfrutaba mientras que la verdadera reina de la paciencia, mi pobre yaya, acababa por irse a dormir a otra habitación. Y es que la niña inquieta, entre historia e historia, no paraba de dar patadas. Fueron muchas noches de aventuras hasta que me conseguía dormir y un día, al despertarnos, surgió la historia de Trugo. Sucedió entre sueños, cuando mi imaginación despierta por todas las increíbles historias que escuchaba de boca de mi yayo, se disparó hasta crear una nueva. Era una en la que aparecía un monstruo sin rostro pero con un nombre claro ¡el Trugo !

 Nunca una pesadilla ha durado tanto y ha acabado por convertirse en gran recuerdo. El Trugo, mi Trugo acabó siendo una de las peñas del Pool Getafe, equipo en el que jugué. También se convirtió en el nombre del precioso perro que tiene mi tío Fernando, un border collie. El Trugo pasó de ser un monstruo a convertirse en el recuerdo imborrable de una de las etapas más preciosas de mi vida, la que pasé junto a mis yayos.

 Les quiero tantooooo.

Dentro de poco les veré. ¡Cuánto deseo de que llegue el momento de celebrar el Año Nuevo! ¡Qué ganas de comerme las uvas junto a ellos! ¡Qué ganas de abrazarlos! ¡Quiero expresarles lo mucho que significan para mí!

 

Quiero gritar a los cuatro vientos: ¡OS QUIERO!